A partir de esta semana, ha pasado un año desde que la Organización Mundial de la Salud declaró la pandemia del COVID-19 y el mundo dejó de ser el mismo. En este tiempo, 118 millones de personas se han contagiado con el virus alrededor del mundo, 2.62 millones han muerto y muchas más han perdido sus familias, trabajos, negocios y cordura en lo que parece una pesadilla sin fin para la humanidad.
En Colombia, donde he vivido principalmente los últimos cuatro años, la pandemia ha cobrado más de sesenta mil vidas, ha llevado al límite el sector de la salud y causó una fuerte recesión. Las familias fueron atrapadas en sus casas durante la larga cuarentena del año pasado y la educación de los niños sufrió, mientras el país se adaptaba con dificultades a los sistemas de aprendizaje virtual.
En mi país natal, los Estados Unidos, la gente enfrentaba los mismos retos y aún más. Incluso bajo un liderazgo competente, superar la pandemia habría sido difícil, pero lo que aconteció fué un desastre. Las respuestas estatales fueron variadas y la del gobierno federal estuvo desordenada y letárgica. El entonces presidente Donald Trump, enfrentado a un problema que no se podía resolver con bravuconería, amenazas o mentiras, resultó ser peor que inútil como líder mientras minimizaba la crisis, contradecía a los expertos médicos, alentó a la gente a resistir la cuarentena, promovió un tratamiento no probado y sugirió que la luz solar e inyecciones de desinfectante podrían ser eficaces contra el virus. Era predecible, si no inevitable, que más de 400.000 personas morirían de COVID-19 en el país antes del fin de su presidencia.
Un año después, la situación sigue siendo pauperrima pero sin embargo también parece más esperanzadora. La tasa de infección está disminuyendo en varios países, la distribución de vacunas está en marcha y parece que estamos por el camino de la inmunidad de rebaño. El nuevo presidente estadounidense Joe Biden incluso llegó a declarar el cuatro de julio no solo como el día de la independencia del país, sino también contra el virus mientras las vacunaciones aumentan. En un discurso en el que anunció que todos los adultos estadounidenses deberían ser elegibles para vacunaciones el primer día de mayo, Biden dijo que el país estaría “más cerca a la normalidad”.
Ese calificativo “más cerca” es significativo, posiblemente más de lo que el presidente estaría dispuesto a admitir. Incluso si el proceso de vacunación fuese un éxito total y no complicado por nuevas cepas del virus, es difícil imaginar que el mundo volverá a la normalidad como la vivíamos antes de la pandemia. Después de tanta muerte y trauma, no es probable que la vida sea la misma como antes. Además, la pandemia ha alterado el cómo hacemos la comunicación, la educación, los negocios, las relaciones exteriores y las funciones básicas de gobernanza.
A muchos historiadores les gusta citar las palabras del abogado y político estadounidense Sidney Breese, quien dijo después de la Guerra de Secesión que la gente tendría que vivir “en el mundo que la guerra hizo”. Breese hizo este comentario después de una crisis que cobró más de 700.000 vidas y cambió permanentemente la estructura social, política y constitucional de una nación. Mientras intentamos superar una crisis que ha matado a más personas en menos tiempo y ha afectado directamente a cada país del mundo, tal vez no debemos ser tan ingenuos acerca de las consecuencias de largo plazo. Nos guste o no, tendremos que vivir en el mundo que el virus nos dió.